La intención tiene el verdadero sabor de una revolución. El corpus jurídico de Javier Milei, contenido en un extenso decreto de necesidad y urgencia y en un gigante proyecto de ley, significa lisa y llanamente el diseño de otro país. ¿Podrá esa voluntad atravesar los intereses de las poderosas corporaciones amantes del statu quo y los obstáculos que inexorablemente pondrá el resto de la dirigencia política? Por ahora, los más preocupados por la suerte de esa revolución in pectore son los que, aunque no militan en las filas de Milei, confían en la bondad de esos cambios o creen sinceramente en su necesidad. Intuyen que ciertos errores jurídicos en aquel decreto y en esa ley, sumados a la inexperiencia parlamentaria del equipo gobernante, podría arruinar los anhelos políticos del Presidente. Aunque se trate de una revolución en los hechos, no puede olvidarse que se hará (o se haría) dentro de un sistema republicano y democrático, que debe respetar una Constitución, sus leyes y sus reglamentos. La campaña electoral terminó, por ejemplo, y sería oportuno que el jefe del Estado deje a un lado, por un rato al menos, el permanente reproche público a “la casta”. La casta y sus privilegios existen –qué duda cabe–, pero de ella depende ahora la aprobación del decreto de necesidad y urgencia y de la ley de reforma del Estado. Milei debería escuchar a los legisladores de Juntos por el Cambio que apoyan esas decisiones, pero que observan, preocupados, los despistes jurídicos y la desorientación política que podrían provocar un naufragio. Milei imagina ya un escenario de fracaso y anticipó, por eso, la convocatoria a un plebiscito. Otra vez hay que leer la Constitución, que prevé consultas populares (así las llama, según la reforma de 1994) vinculantes y no vinculantes. Las vinculantes, que son las que deben respetarse en las posteriores decisiones del Estado, solo pueden ser convocadas por las dos cámaras del Congreso. El Presidente, en cambio, solo puede convocar a consultas no vinculantes; es decir, su resultado puede ser acatado –o no– por el Estado. Antes, Milei debería aclararles a amigos y conocidos qué es importante y qué es accesorio en ese monumental paquetes de disposiciones.
Es probable, y también inteligente, que Milei y su equipo hayan decidido aprovechar los primeros días del gobierno convencidos de que el después no existe en la vida pública. Ya Felipe González, entonces jefe del gobierno español, le dijo a Raúl Alfonsín una frase premonitoria cuando vino para asistir a la asunción del primer presidente de la nueva democracia. “Haz ya mismo lo que tengas que hacer o no lo harás nunca”. El recuerdo de ese consejo no acatado corresponde a Alfonsín. La obligación de hacer las cosas cuanto antes es más apremiante aun cuando están pronosticando una revolución. Conviene repasar la experiencia de Australia de los años 80, porque los mileístas dicen que ellos se inspiraron en la revolución liberal australiana. El Partido Laborista australiano aplicó medidas muy parecidas a las de Milei sobre liberación y desregulación de la economía. Menos de cuarenta años después, Australia tiene un reducido desempleo, una inflación controlada, una deuda pública muy baja (otra cosa es la deuda privada, que es alta), un fuerte sistema financiero y ocupa el sexto lugar entre los países más importantes en términos de PBI per cápita. Ese es el otro país, tan distinto de la Argentina conocida, que garabatea Milei con sus primeras disposiciones.
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